jueves, 24 de febrero de 2011

La sirvienta

Yo era una sirvienta, llevaba toda la vida siéndolo y así seguiría siéndolo; o tal vez no. La casa en la que trabajaba era una gran mansión, tanto que tenía su propia torre del reloj. Esa mañana me encontraba limpiando la colección de jarrones chinos de porcelana de la dinastía Ming, los más caros del mundo. El amo entró y me dijo que qué hacía, mientras me metía mano bajo la falda. Le pedí que parase, pero no lo hizo. "Tu padre te vendió por unas monedas, puedo hacer contigo lo que yo quiera", y no dudéis de que así lo hizo.
Me sentía sucia, humillada, como si me hubieran robado algo irreemplazable. Un día, mientras recogía su escritorio, encontré un documento, en concreto su testamento sin heredero. Pero sí había heredero... yo lo tenía. Quería quitárselo todo, y así lo hice.
Una mañana me levanté pronto mucho más pronto de lo normal y até un harpón de sus colecciones a la lámpara del techo. Enganché un hilo al gatillo y a la puerta de su despacho, y até una cuerda muy larga al harpón que llegaba hasta la torre del reloj.
Me encontraba en la sala de máquinas. Engranajes gigantes giraban a gran velocidad mientras que otros lo hacían con abúlica lentitud. Un grito de dolor retumbó en toda la mansión y esa fue la señal que necesitaba. Agarré el extremo de la cuerda y lo arrojé a la maquinaria. Los engranajes devoraron con avidez la soga que a cada segundo acercaba a quien había hecho de mi vida un infierno. No tardó en pasar por delante mío con una expresión de horror e intentando agarrarse a cualquier parte, sin éxito. Y de la misma manera que los engranajes devoraron la soga, devoraron al amo. Como si fuera una simple ramita su cuerpo fue triturado tiñendo los engranajes de un rojo escarlata. En ese instante dieron las 12 campanadas.