miércoles, 26 de octubre de 2011

Al Acecho (en honor al taekwondo)

Observaba emocionado lo que allí sucedía. Entre la muchedumbre de fans, compañeros y aficionados yo observaba con cautelosa emoción la belleza de los movimientos de ambos participantes. El lugar era amplio, bien iluminado y ventilado, pero aun así el ambiente estaba cargado, poco a poco parecía que todo se oscurecía y hacía mucho calor dada la tensión del combate. El público poco a poco se fue callando hasta sumirse todo en un tenso silencio. 
Sus cuerpos se desplazaban con precisión cirujana. Podía apreciarse el sudor de sus trajes bajo las protecciones haciendo que se marcaran los músculos. Los golpes iban y venían a gran velocidad. Ambos jadeaban y el marcador estaba empatado cuando el árbitro dio fin al combate. Ambos competidores fueron a sus asientos para recuperarse durante un minuto. A mí me parecieron horas, para ellos segundos. Regresaron al tapiz y el árbitro proclamó punto de oro, un solo golpe sería el decisivo. Rapidez, agilidad, astucia... todo se mezclaba en las mentes de ambos.
Sonó el silbido y uno de ellos retrocedió distanciándose y quedándose quieto e inmóvil, esperando. En su cara se dibujaba una sonrisa de victoria que mostraba la seguridad en sí mismo que tenía. Esa parada no solo paro por unos segundos el combate, la tensión ya era intensa antes de eso. Inmóvil. Esperando. Frío y calculador. Completamente al acecho y tan tenso que hasta el tigre más voraz se amedrantaría. Esa tensión paró hasta el latir de los espectadores por unos segundos.
Todo sucedió muy rápido. El contrario se precipitó y él le esperaba, sonriente, había ganado antes incluso de dar el pitido el árbitro. En un contraataque de velocidad y belleza sin igual su cuerpo voló en un giro, su pierna se alzó asestando un brutal talonazo en la sien. La postura era magníficamente hermosa. Su cuerpo formaba la figura perfecta de una guadaña y ,segando cual parca la vida de su oponente, el oponente cayó muerto sobre el tapiz.

domingo, 2 de octubre de 2011

La Gota

Me negaba a hablar y ellos no dudaron en utilizarlo. Me ataron boca arriba sobre una camilla inclinada de madera. Mi cabeza quedaba colgando del borde superior y sobre ella un cubo metálico pendía de unas cadenas.
Una vez fui inmovilizado, llegaron el cubo con agua de mar, o por lo menos olía salado. Cuando estuvo lleno, empezó a caer una gota cada cinco segundos en mi frente. A los pocos minutos tenía el pelo y la cara empapados, junto a la sal que se acumulaba y provocaba que me pícara todo. Pasada una hora, me encontraba empapado de pies a cabeza. Todo el cuerpo me picaba y no podía moverme.
Hora tras hora, mi cuerpo se deshidrataba y la sal provocaba que se me cuarteara la piel, eso sin contar que poco a poco mi frente empezaba a erosionarse. Había perdido la cuenta de las horas que habían pasado, y se me habían hecho días. Gota a gota. Gota a gota. Gota a gota. Gota. Gota. Gota... a gota.
Resonaban en mi cabeza como tambores y en mi frente el dolor ya era muy fuerte . Tenía sed, mucha sed, pero ese agua salada mala calmaría; por la contra, la aumentaría. El tiempo pasaba y el picor se tornó dolor cuando la sal empezó a provocar ampollas y deshidratar el cuerpo. Mi frente estaba en carne viva y cada gota que caía erosionaba aún más la piel que se escocía con la sal.
 Rellenaron el cubo y decidí confesarlo todo. Ella sonrieron, y se marcharon dejándome ahí metido. Grité ayuda, perdón, injurias, pero nadie vino. Y una a una, las otras caían del cubo mermando mis fuerzas, mi vida y mi piel.
Tras varias horas la hipotermia se apoderó de mi cuerpo provocando tiritonas que habrían grietas en mi piel, por las que finos hilos de sangre corría un junto al agua. Las gotas habían llegado ya al cráneo y el sonido al estrellarse me retumbaba como mi tambores resonando mi cabeza. Mis ojos estaban casi secos por la gran cantidad de sal que había en ellos. 
Finalmente, murí loco del retumbar, frío de la hipotermia, taladrando en la frente hasta el cerebro, ciego y como una estatua de sal agrietada.